"Y la gloria de Jehová reposó sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió por seis días; y al séptimo día llamó a Moisés de en medió de la nube. Y la apariencia de la gloria de Jehová era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos de Israel. Y entró Moisés en medio de la nube, y subió al monte; y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches". Exodo 24: 16-18
Transcurrían las primeras horas del 6 de agosto de 1945 cuando un grupo pequeño de aviones norteamericanos sobrevolaba territorio japonés. Simultáneamente, las alertas resonaron en todas las ciudades importantes del Japón. Por medio de los radares, los militares japoneses descubrieron que el número de aviones era demasiado pequeño, así que levantaron el estado de alerta inicial. Eran las 8:12 de la mañana cuando el bombardero estadounidense Enola Gay irrumpió en la historia lanzando la bomba llamada Little Boy. El inofensivo nombre era engañoso, se trataba de la segunda bomba atómica en ser detonada, sólo que esta vez ya no explotaba en un desolado campo de prueba, sino sobre una importante ciudad de más de doscientos mil habitantes. Aquel fenomenal poder destructivo explotó en el aire, con una fuerza comparable a la explosión simultánea de doce mil toneladas de dinamita que provocaron que, en el lugar de la explosión, a seiscientos metros sobre el suelo, se produjera un súbito ascenso de temperatura hasta llegar a quince millones de grados centígrados. En cuestión de segundos la ciudad fue totalmente arrasada por esta inédita arma infernal. En Tokio, el alto mando japonés no tenía idea de lo que había ocurrido. A pesar que habían inquietantes rumores sobre un terrible bombardeo en la ciudad, el único problema real que tenían en la capital nipona, después del paso de los aviones enemigos, era que no podían establecer contacto con la ciudad sureña de Hiroshima. Enviaron a un joven aviador a inspeccionar la ciudad. El informe fue devastador: la ciudad y sus habitantes habían sido completamente destruidos. Hiroshima no había podido oponer resistencia, pese a tener dentro de ella una de las más importantes bases militares del Japón. Pocas horas más tarde, la ciudad de Nagasaki fue borrada del mapa con la explosión de otra bomba atómica, que era aun más destructiva que la anterior. Después de estos golpes demoledores, el emperador japonés aceptó conversar sobre las condiciones de la rendición, poniendo término a la segunda guerra mundial; pero el aterrador recuerdo del fuego atómico quedó para siempre entre las peores pesadillas de las naciones. La humanidad, por primera vez sostenía, en sus temblorosas manos, un instrumento capaz de causar su propia destrucción. Lo irónico es que este instrumento mortal es, simplemente, la manifestación superlativa de un viejo conocido del ser humano: el fuego abrasador.
Los hombres han percibido siempre la importancia esencial del fuego para su propia sobrevivencia. Éste tiene signfica múltiples beneficios para la raza humana: calor para las rigurosas noches de invierno, protección frente a los animales salvajes, ayuda imprescindible para la preparación de alimentos, luz para iluminar lugares desconocidos, purificación de lugares inmundos, etc. No es extraño que el fuego haya sido reverenciado entre muchos pueblos que no recibieron la Palabra de Dios. Para los israelitas, el fuego también tenía un significado especial, pues estaba asociado a la presencia de Dios. Moisés recibió el llamado de Dios para liberar a Israel en el desierto, frente a una zarza ardiente. La columna de fuego que aparecía cada noche sobre el cielo del campamento israelita, era una demostración visible de la presencia divina. La colosal manifestación en el monte Carmelo era también una muestra de la acción sobrenatural de Dios. El texto de hoy nos dice que la gloria de Jehová reposó sobre la cumbre del monte Sinaí, y que al pueblo le parecía que la gloria de Jehová era semejante a un terrible fuego abrasador. Podemos imaginar al imponente Sinaí coronado por una amenazadora nube de fuego, y a los israelitas, esperando en la ladera de la montaña, con el perturbador sentimiento de encontrarse indefensos frente a una inminente erupción volcánica.
Una evidencia tan contundente del poder de Dios tenía el propósito de fortalecer la fe del pueblo, y al mismo tiempo mostrar que Dios era tan santo e inalcanzable que sólo se podía llegar a él a través de un mediador. Dios se manifestaba como fuego abrasador para quien no estaba acostumbrado a caminar en su presencia, pero como fuego amable y protector para quien tenía una íntima comunión con él. Moisés, acostumbrado a estar cada día en la presencia de Dios, atravesó el fuego y se presentó delante de su Creador. Allí recibió las sublimes enseñanzas del Altísmo, permaneciendo por cuarenta días en medio de la nube de fuego que tanto asustaba a los israelitas.
Un día seremos testigos de la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. Será en medio de gigantescas demostraciones del poder divino. El fuego de la gloria de Dios, que sobrepasa en mucho el poder de las bombas atómicas, estará presente una vez más. Entonces, la humanidad instintivamente se dividirá entre los que estén aterrados con el fuego divino, y aquellos que, acostumbrados a estar en comunión con Dios, sean arrebatados hacia el centro de la magnífica nube para encontrarse con su Redentor. ¡Que día maravilloso y terrible será ese! ¿No quieres hacer la decisión de estar entre quienes irán al encuentro del fuego abrasador de la gloria de Dios?
Transcurrían las primeras horas del 6 de agosto de 1945 cuando un grupo pequeño de aviones norteamericanos sobrevolaba territorio japonés. Simultáneamente, las alertas resonaron en todas las ciudades importantes del Japón. Por medio de los radares, los militares japoneses descubrieron que el número de aviones era demasiado pequeño, así que levantaron el estado de alerta inicial. Eran las 8:12 de la mañana cuando el bombardero estadounidense Enola Gay irrumpió en la historia lanzando la bomba llamada Little Boy. El inofensivo nombre era engañoso, se trataba de la segunda bomba atómica en ser detonada, sólo que esta vez ya no explotaba en un desolado campo de prueba, sino sobre una importante ciudad de más de doscientos mil habitantes. Aquel fenomenal poder destructivo explotó en el aire, con una fuerza comparable a la explosión simultánea de doce mil toneladas de dinamita que provocaron que, en el lugar de la explosión, a seiscientos metros sobre el suelo, se produjera un súbito ascenso de temperatura hasta llegar a quince millones de grados centígrados. En cuestión de segundos la ciudad fue totalmente arrasada por esta inédita arma infernal. En Tokio, el alto mando japonés no tenía idea de lo que había ocurrido. A pesar que habían inquietantes rumores sobre un terrible bombardeo en la ciudad, el único problema real que tenían en la capital nipona, después del paso de los aviones enemigos, era que no podían establecer contacto con la ciudad sureña de Hiroshima. Enviaron a un joven aviador a inspeccionar la ciudad. El informe fue devastador: la ciudad y sus habitantes habían sido completamente destruidos. Hiroshima no había podido oponer resistencia, pese a tener dentro de ella una de las más importantes bases militares del Japón. Pocas horas más tarde, la ciudad de Nagasaki fue borrada del mapa con la explosión de otra bomba atómica, que era aun más destructiva que la anterior. Después de estos golpes demoledores, el emperador japonés aceptó conversar sobre las condiciones de la rendición, poniendo término a la segunda guerra mundial; pero el aterrador recuerdo del fuego atómico quedó para siempre entre las peores pesadillas de las naciones. La humanidad, por primera vez sostenía, en sus temblorosas manos, un instrumento capaz de causar su propia destrucción. Lo irónico es que este instrumento mortal es, simplemente, la manifestación superlativa de un viejo conocido del ser humano: el fuego abrasador.
Los hombres han percibido siempre la importancia esencial del fuego para su propia sobrevivencia. Éste tiene signfica múltiples beneficios para la raza humana: calor para las rigurosas noches de invierno, protección frente a los animales salvajes, ayuda imprescindible para la preparación de alimentos, luz para iluminar lugares desconocidos, purificación de lugares inmundos, etc. No es extraño que el fuego haya sido reverenciado entre muchos pueblos que no recibieron la Palabra de Dios. Para los israelitas, el fuego también tenía un significado especial, pues estaba asociado a la presencia de Dios. Moisés recibió el llamado de Dios para liberar a Israel en el desierto, frente a una zarza ardiente. La columna de fuego que aparecía cada noche sobre el cielo del campamento israelita, era una demostración visible de la presencia divina. La colosal manifestación en el monte Carmelo era también una muestra de la acción sobrenatural de Dios. El texto de hoy nos dice que la gloria de Jehová reposó sobre la cumbre del monte Sinaí, y que al pueblo le parecía que la gloria de Jehová era semejante a un terrible fuego abrasador. Podemos imaginar al imponente Sinaí coronado por una amenazadora nube de fuego, y a los israelitas, esperando en la ladera de la montaña, con el perturbador sentimiento de encontrarse indefensos frente a una inminente erupción volcánica.
Una evidencia tan contundente del poder de Dios tenía el propósito de fortalecer la fe del pueblo, y al mismo tiempo mostrar que Dios era tan santo e inalcanzable que sólo se podía llegar a él a través de un mediador. Dios se manifestaba como fuego abrasador para quien no estaba acostumbrado a caminar en su presencia, pero como fuego amable y protector para quien tenía una íntima comunión con él. Moisés, acostumbrado a estar cada día en la presencia de Dios, atravesó el fuego y se presentó delante de su Creador. Allí recibió las sublimes enseñanzas del Altísmo, permaneciendo por cuarenta días en medio de la nube de fuego que tanto asustaba a los israelitas.
Un día seremos testigos de la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. Será en medio de gigantescas demostraciones del poder divino. El fuego de la gloria de Dios, que sobrepasa en mucho el poder de las bombas atómicas, estará presente una vez más. Entonces, la humanidad instintivamente se dividirá entre los que estén aterrados con el fuego divino, y aquellos que, acostumbrados a estar en comunión con Dios, sean arrebatados hacia el centro de la magnífica nube para encontrarse con su Redentor. ¡Que día maravilloso y terrible será ese! ¿No quieres hacer la decisión de estar entre quienes irán al encuentro del fuego abrasador de la gloria de Dios?
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