"Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto." Exodo 22: 21.
Llegamos al aeropuerto de Río de Janeiro extenuados por el viaje de cinco horas desde Lima. Rubencito mi hijo, siempre inquieto, y con sus dos añitos recién cumplidos corría por los amplios pasadizos hasta que, cansados de perseguirlo, decidimos colocarlo en su cochecito celeste. Mi esposa tenía en sus brazos a nuestra pequeña Cesia y a sus seis meses casi cumplidos. Con nuestro equipaje de mano, avanzábamos sin mucha dificultad entre las decenas de pasajeros que nos habían acompañado en el vuelo desde Lima. Empezamos a esperar nuestro turno para ser atendidos por funcionarios encargados de hacer sentir extranjeros hasta a los propios brasileños. Recogimos nuestro equipaje y avanzamos como pudimos con nuestras dos enormes y pesadas maletas azules, nuestras dos maletas más pequeñas pero tan pesadas como las grandes, nuestro equipaje de mano y nuestros hijos en brazos. Creo que no fue difícil para nuestro anfitrión reconocernos. "Olá ¿tudo bem? -me dice con amabilidad- sejam bem vindos ao Brasil". Casi sin entendernos nos entendimos. Mientras conversábamos brevemente, Rubencito ya se había metido en problemas al tratar de subir por la escalera eléctrica, corrí detrás de él y lo alcancé justo a tiempo para que no se lastime. Regresé a continuar la conversación con quien nos estaba recibiendo. Nos dijo que había un hotel preparado para nosotros, nos dijo también que sólo nos quedásemos con el equipaje necesario, que él se llevaría las maletas para guardarlas en una dependencia especial del aeropuerto. Le ayudé a subir las maletas y nos quedamos esperando. Allí estábamos con nuestros hijos pequeños, en una ciudad completamente desconocida, apenas con el equipaje de mano, esperando la llegada de nuestro anfitrión. En ese momento fue cuando Carmen deslizó una de sus pequeñas preguntas sísmicas: "¿Estás seguro que ese hombre era de la iglesia?". "Claro que sí, de otra forma cómo sabría quienes somos", le dije con seguridad. Pasaron varios minutos y también empecé a pensar si aquél hombre realmente era la persona correcta. Hice un rápido repaso mental de nuestra conversación y no recordaba si yo le había dicho mi nombre o si había sido tan descuidado en irle dando información a un desconocido que podría ser un experto ladrón. "Claro -pensé- él nunca dijo su nombre, apenas me saludó", traté de recordar algún otro detalle de nuestra conversación y, por alguna razón que ahora no recuerdo, llegué a la conclusión que no podía ser adventista. Le dije a Carmen que tenía a nuestra linda hijita en sus brazos: "creo que estamos fritos". Habíamos pasado unos veinte minutos en el aeropuerto, pero recuerdo con nitidez que fue en ese preciso instante que nos dimos cuenta que éramos extranjeros. Nos sentimos indefensos y perdidos en el último rincón del mundo. Carmen dijo, esta vez en voz baja: "Ahora ¿qué hacemos?". Me dirijí a un guardia de seguridad, le dije que alguien se había llevado nuestras maletas, le dije otras cosas más. Pero el guardia no sabía español, me hizo señas para que vaya a conversar con su jefe. Casi corriendo fui hacia donde el jefe se encontraba. Sin tener tiempo para ser amable, le expliqué lo que nos había pasado. El me acompañó hacia la puerta, mientras me pedía que describa las características de aquél individuo. Le iba explicando que ese hombre tenía bigote tupido, cabellos blancos, usaba lentes y tenía una engañosa apariencia venerable. Todavía seguía describiendo al desconocido cuando un hombre cruzó la enorme puerta de vidrio del aeropuerto. Tenía el bigote tupido, cabellos blancos, con lentes, y una nada engañosa apariencia venerable. Era mi anfitrión, quien fiel a su palabra estaba regresando para llevarnos al hotel. Me excusé, como pude, por hacerle perder el tiempo al guardia, mientras trataba de disimular delante de mi amable anfitrión la indecencia de haber pensado tan mal de él. Al poco tiempo, y después de contarle lo que habíamos pasado, el pastor se presentó como el Presidente de la Unión del Este del Brasil.
Es una experiencia particularme dura iniciar la vida en otro país. El idioma es diferente, la comida es diferente, las costumbres son diferentes. Gracias a Dios, el pueblo adventista es el mismo en todas partes del mundo, y fuimos recibidos por nuestros hermanos brasileños con abrumadoras muestras de afecto. Hemos pasado ya diecisiete meses en este país y casi no nos sentimos en tierra extranjera, y eso es algo muy lindo porque cuando uno se sigue sintiendo extranjero es porque no está feliz donde se encuentra.
Los israelitas había recibido una clara indicación de parte de Dios: "al extranjero no engañarás ni angustiarás". Esta es una ley que sólo podía venir de la misericordia de Dios, porque ninguna ley semejante había en otros países en aquél tiempo. Por lo general, los pueblos antiguos eran hostiles hacia quien fuese extranjero, pero no debía suceder lo mismo con Israel. Ellos estaban llamados a ser un pueblo especial sobre la tierra y era el deseo de Dios que fuesen amables con los extranjeros, porque también ellos habitaron como extranjeros en la tierra de Egipto. Uno podría pensar que si los egipcios los trataron mal, entonces ellos no tenían ninguna obligación de ser amables. Pero el deseo de Dios no era que Israel trate a quienes no eran israelitas como ellos fueron tratados en Egipto. Ellos debían levantarse sobre las cenizas del rencor y avanzar hacia la sólida roca de la hermandad. Allí estaba la superioridad moral y espiritual que Dios esperaba de su pueblo. Esa sería la mayor muestra de que era un pueblo santo que servía a un Dios santo y misericordioso. Con un trato amable y cortés para con los visitantes, Israel despertaría entre ellos el deseo de conocer al verdadero Dios. No habría método más poderoso para iluminar al mundo que testificar mediante el amor y la hospitalidad.
Pero la aplicación espiritual de este versículo es todavía más abarcante. Nosotros, la iglesia de Cristo, somos el moderno Israel espiritual. Antes de conocer a Jesús nuestra morada era en Egipto, símbolo de una vida de pecado. Pero salimos de Egipto y el día de nuestro bautismo cruzamos el Mar Rojo. Allí se inició nuestro peregrinaje espiritual rumbo a la Canaán celestial. Quienes todavía no conocen a Jesús están en Egipto espiritual, y son extranjeros. El Señor nos pide que mostremos amor para con los extranjeros, es decir para quienes todavía no conocen a Jesús como Salvador. Es por eso que debemos estar atentos a las necesidades de las personas e idear maneras como ayudarlas. Haciendo esto despertaremos en ellas en genuino interés por conocer a nuestro Salvador, y al entregarse a Cristo llegarán a ser parte de nuestra familia espiritual y compañeros de viaje en nuestro peregrinaje a la patria celestial. Dejarán de ser extranjeros para llegar a ser parte de nuestra familia. Es un magnífico plan porque nació en la mente de Dios.
Llegamos al aeropuerto de Río de Janeiro extenuados por el viaje de cinco horas desde Lima. Rubencito mi hijo, siempre inquieto, y con sus dos añitos recién cumplidos corría por los amplios pasadizos hasta que, cansados de perseguirlo, decidimos colocarlo en su cochecito celeste. Mi esposa tenía en sus brazos a nuestra pequeña Cesia y a sus seis meses casi cumplidos. Con nuestro equipaje de mano, avanzábamos sin mucha dificultad entre las decenas de pasajeros que nos habían acompañado en el vuelo desde Lima. Empezamos a esperar nuestro turno para ser atendidos por funcionarios encargados de hacer sentir extranjeros hasta a los propios brasileños. Recogimos nuestro equipaje y avanzamos como pudimos con nuestras dos enormes y pesadas maletas azules, nuestras dos maletas más pequeñas pero tan pesadas como las grandes, nuestro equipaje de mano y nuestros hijos en brazos. Creo que no fue difícil para nuestro anfitrión reconocernos. "Olá ¿tudo bem? -me dice con amabilidad- sejam bem vindos ao Brasil". Casi sin entendernos nos entendimos. Mientras conversábamos brevemente, Rubencito ya se había metido en problemas al tratar de subir por la escalera eléctrica, corrí detrás de él y lo alcancé justo a tiempo para que no se lastime. Regresé a continuar la conversación con quien nos estaba recibiendo. Nos dijo que había un hotel preparado para nosotros, nos dijo también que sólo nos quedásemos con el equipaje necesario, que él se llevaría las maletas para guardarlas en una dependencia especial del aeropuerto. Le ayudé a subir las maletas y nos quedamos esperando. Allí estábamos con nuestros hijos pequeños, en una ciudad completamente desconocida, apenas con el equipaje de mano, esperando la llegada de nuestro anfitrión. En ese momento fue cuando Carmen deslizó una de sus pequeñas preguntas sísmicas: "¿Estás seguro que ese hombre era de la iglesia?". "Claro que sí, de otra forma cómo sabría quienes somos", le dije con seguridad. Pasaron varios minutos y también empecé a pensar si aquél hombre realmente era la persona correcta. Hice un rápido repaso mental de nuestra conversación y no recordaba si yo le había dicho mi nombre o si había sido tan descuidado en irle dando información a un desconocido que podría ser un experto ladrón. "Claro -pensé- él nunca dijo su nombre, apenas me saludó", traté de recordar algún otro detalle de nuestra conversación y, por alguna razón que ahora no recuerdo, llegué a la conclusión que no podía ser adventista. Le dije a Carmen que tenía a nuestra linda hijita en sus brazos: "creo que estamos fritos". Habíamos pasado unos veinte minutos en el aeropuerto, pero recuerdo con nitidez que fue en ese preciso instante que nos dimos cuenta que éramos extranjeros. Nos sentimos indefensos y perdidos en el último rincón del mundo. Carmen dijo, esta vez en voz baja: "Ahora ¿qué hacemos?". Me dirijí a un guardia de seguridad, le dije que alguien se había llevado nuestras maletas, le dije otras cosas más. Pero el guardia no sabía español, me hizo señas para que vaya a conversar con su jefe. Casi corriendo fui hacia donde el jefe se encontraba. Sin tener tiempo para ser amable, le expliqué lo que nos había pasado. El me acompañó hacia la puerta, mientras me pedía que describa las características de aquél individuo. Le iba explicando que ese hombre tenía bigote tupido, cabellos blancos, usaba lentes y tenía una engañosa apariencia venerable. Todavía seguía describiendo al desconocido cuando un hombre cruzó la enorme puerta de vidrio del aeropuerto. Tenía el bigote tupido, cabellos blancos, con lentes, y una nada engañosa apariencia venerable. Era mi anfitrión, quien fiel a su palabra estaba regresando para llevarnos al hotel. Me excusé, como pude, por hacerle perder el tiempo al guardia, mientras trataba de disimular delante de mi amable anfitrión la indecencia de haber pensado tan mal de él. Al poco tiempo, y después de contarle lo que habíamos pasado, el pastor se presentó como el Presidente de la Unión del Este del Brasil.
Es una experiencia particularme dura iniciar la vida en otro país. El idioma es diferente, la comida es diferente, las costumbres son diferentes. Gracias a Dios, el pueblo adventista es el mismo en todas partes del mundo, y fuimos recibidos por nuestros hermanos brasileños con abrumadoras muestras de afecto. Hemos pasado ya diecisiete meses en este país y casi no nos sentimos en tierra extranjera, y eso es algo muy lindo porque cuando uno se sigue sintiendo extranjero es porque no está feliz donde se encuentra.
Los israelitas había recibido una clara indicación de parte de Dios: "al extranjero no engañarás ni angustiarás". Esta es una ley que sólo podía venir de la misericordia de Dios, porque ninguna ley semejante había en otros países en aquél tiempo. Por lo general, los pueblos antiguos eran hostiles hacia quien fuese extranjero, pero no debía suceder lo mismo con Israel. Ellos estaban llamados a ser un pueblo especial sobre la tierra y era el deseo de Dios que fuesen amables con los extranjeros, porque también ellos habitaron como extranjeros en la tierra de Egipto. Uno podría pensar que si los egipcios los trataron mal, entonces ellos no tenían ninguna obligación de ser amables. Pero el deseo de Dios no era que Israel trate a quienes no eran israelitas como ellos fueron tratados en Egipto. Ellos debían levantarse sobre las cenizas del rencor y avanzar hacia la sólida roca de la hermandad. Allí estaba la superioridad moral y espiritual que Dios esperaba de su pueblo. Esa sería la mayor muestra de que era un pueblo santo que servía a un Dios santo y misericordioso. Con un trato amable y cortés para con los visitantes, Israel despertaría entre ellos el deseo de conocer al verdadero Dios. No habría método más poderoso para iluminar al mundo que testificar mediante el amor y la hospitalidad.
Pero la aplicación espiritual de este versículo es todavía más abarcante. Nosotros, la iglesia de Cristo, somos el moderno Israel espiritual. Antes de conocer a Jesús nuestra morada era en Egipto, símbolo de una vida de pecado. Pero salimos de Egipto y el día de nuestro bautismo cruzamos el Mar Rojo. Allí se inició nuestro peregrinaje espiritual rumbo a la Canaán celestial. Quienes todavía no conocen a Jesús están en Egipto espiritual, y son extranjeros. El Señor nos pide que mostremos amor para con los extranjeros, es decir para quienes todavía no conocen a Jesús como Salvador. Es por eso que debemos estar atentos a las necesidades de las personas e idear maneras como ayudarlas. Haciendo esto despertaremos en ellas en genuino interés por conocer a nuestro Salvador, y al entregarse a Cristo llegarán a ser parte de nuestra familia espiritual y compañeros de viaje en nuestro peregrinaje a la patria celestial. Dejarán de ser extranjeros para llegar a ser parte de nuestra familia. Es un magnífico plan porque nació en la mente de Dios.
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