"Sadrac, Mesac y Abed-nego respondieron al rey Nabucodonosor, diciendo: No es necesario que te respondamos sobre este asunto. He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado." (Daniel 3: 16-18).
La libertad de conciencia es un tema que se ha debatido por siglos. El hecho de que el ser humano sea eminentemente social, y que la mayor parte de sus realizaciones se deben a su costumbre de vivir en comunidad, no puede ser cuestionado. El caso es que para vivir en comunidad cada uno cede parte de su libertad en nombre del bien común. Por ejemplo, si alguien que viviese en una isla totalmente desierta tiene el deseo de andar desnudo, nada se lo impediría, pero si se le ocurre hacer lo mismo en una ciudad, no pasaría mucho tiempo antes que la policía lo prendiese por perturbar el orden público. Nadie está impedido tampoco de ingerir alcohol hasta quedar totalmente ebrio, pero esta misma persona que es libre de emborracharse, también está bajo la prohibición de conducir su automóvil y convertirse en un peligro para la vida y la seguridad de las demás personas. El poder de la sociedad sobre cada uno de nosotros es inmenso: nos dice cómo debemos hablar, cómo debemos vestir, cuáles deben ser nuestros gustos predominantes, etc. El asunto es que muchas veces quiere entrometerse en nuestra conciencia, donde residen nuestras creencias más enraízadas. Es en ese conflicto cuando debemos elegir entre obedecer la presión de la sociedad y traicionar nuestra conciencia, u obedecer a la voz de nuestra conciencia y soportar la penalidad social por hacerlo.
Sadra, Mesac y Abed Nego, deben encontrarse entre los grandes hombres de la humanidad, aquellos que abrieron el camino para que ahora podamos disfrutar de conceptos como "democracia", "igualdad ante la ley", y "respeto por los derechos humanos". El suyo fue un acto de desobediencia civil contra la tiranía perversa que quería imponer una adoración contraria a la que les dictaba su conciencia. La escena debe haber sido emocionante: miles de personas se arrodillaron frente al ídolo construído por Nabucodonosor, pero sobre ellos destacaba los tres hebreos que preferían "morir en pie, antes que vivir de rodillas". Seguramente muchos no creían en la inerte estatua erigida en el campo de Dura, pero al contemplar los hambrientos hornos del rey, experimentaron una repentina conversión. Los hornos de fuego eran los predicadores más eficaces de aquel culto idolátrico. Es en momentos como éste que se conoce quién es quién. Es en la crisis donde se hace evidente la materia prima de la que estamos hechos. Son personas así las que hacen historia, porque se levantan contra la opinión prevaleciente y señalan un mejor ideal.
En cierta ocasión le preguntaron a Bertrand Russell, el filósofo ingles, si estaba dispuesto a morir por sus ideales. La respuesta fue: "No, después de todo, podría estar equivocado". Esa parece ser el lema de la gente de nuestro tiempo, no hay compromiso, ni siquiera con sus convicciones más profundas. El caso es que para dar un completo sentido a su existencia, todo ser humano necesita de una causa por la cual estar dispuesto a dar la vida, si fuese necesario. Lo terrible es que muchos están dispuestos a matar por su ideal antes que a dar su vida por él. Dios nos pide una ideal superior: la causa del amor. Ese es el ejemplo que encontramos en la cruz del calvario. Nuestro maestro estuvo dispuesto a entregar la vida para enseñar al mundo que sólo su amor podía salvarlo. Cuando contemplo la cruz, veo la más sublime demostración de amor, el gran Creador del universo muriendo para que podamos tener la vida eterna. Si él estaba dispuesto a todo por amor, nosotros debemos seguir su ejemplo, viviendo siempre para amar y servir al Dios verdadero, no importa cuán amenazantes puedan ser las circunstancias y cuán grandes los castigos.
La libertad de conciencia es un tema que se ha debatido por siglos. El hecho de que el ser humano sea eminentemente social, y que la mayor parte de sus realizaciones se deben a su costumbre de vivir en comunidad, no puede ser cuestionado. El caso es que para vivir en comunidad cada uno cede parte de su libertad en nombre del bien común. Por ejemplo, si alguien que viviese en una isla totalmente desierta tiene el deseo de andar desnudo, nada se lo impediría, pero si se le ocurre hacer lo mismo en una ciudad, no pasaría mucho tiempo antes que la policía lo prendiese por perturbar el orden público. Nadie está impedido tampoco de ingerir alcohol hasta quedar totalmente ebrio, pero esta misma persona que es libre de emborracharse, también está bajo la prohibición de conducir su automóvil y convertirse en un peligro para la vida y la seguridad de las demás personas. El poder de la sociedad sobre cada uno de nosotros es inmenso: nos dice cómo debemos hablar, cómo debemos vestir, cuáles deben ser nuestros gustos predominantes, etc. El asunto es que muchas veces quiere entrometerse en nuestra conciencia, donde residen nuestras creencias más enraízadas. Es en ese conflicto cuando debemos elegir entre obedecer la presión de la sociedad y traicionar nuestra conciencia, u obedecer a la voz de nuestra conciencia y soportar la penalidad social por hacerlo.
Sadra, Mesac y Abed Nego, deben encontrarse entre los grandes hombres de la humanidad, aquellos que abrieron el camino para que ahora podamos disfrutar de conceptos como "democracia", "igualdad ante la ley", y "respeto por los derechos humanos". El suyo fue un acto de desobediencia civil contra la tiranía perversa que quería imponer una adoración contraria a la que les dictaba su conciencia. La escena debe haber sido emocionante: miles de personas se arrodillaron frente al ídolo construído por Nabucodonosor, pero sobre ellos destacaba los tres hebreos que preferían "morir en pie, antes que vivir de rodillas". Seguramente muchos no creían en la inerte estatua erigida en el campo de Dura, pero al contemplar los hambrientos hornos del rey, experimentaron una repentina conversión. Los hornos de fuego eran los predicadores más eficaces de aquel culto idolátrico. Es en momentos como éste que se conoce quién es quién. Es en la crisis donde se hace evidente la materia prima de la que estamos hechos. Son personas así las que hacen historia, porque se levantan contra la opinión prevaleciente y señalan un mejor ideal.
En cierta ocasión le preguntaron a Bertrand Russell, el filósofo ingles, si estaba dispuesto a morir por sus ideales. La respuesta fue: "No, después de todo, podría estar equivocado". Esa parece ser el lema de la gente de nuestro tiempo, no hay compromiso, ni siquiera con sus convicciones más profundas. El caso es que para dar un completo sentido a su existencia, todo ser humano necesita de una causa por la cual estar dispuesto a dar la vida, si fuese necesario. Lo terrible es que muchos están dispuestos a matar por su ideal antes que a dar su vida por él. Dios nos pide una ideal superior: la causa del amor. Ese es el ejemplo que encontramos en la cruz del calvario. Nuestro maestro estuvo dispuesto a entregar la vida para enseñar al mundo que sólo su amor podía salvarlo. Cuando contemplo la cruz, veo la más sublime demostración de amor, el gran Creador del universo muriendo para que podamos tener la vida eterna. Si él estaba dispuesto a todo por amor, nosotros debemos seguir su ejemplo, viviendo siempre para amar y servir al Dios verdadero, no importa cuán amenazantes puedan ser las circunstancias y cuán grandes los castigos.
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