"Y llegaron a Mara, y no pudieron beber las aguas de Mara, porque eran amargas; por eso le pusieron el nombre de Mara. Entonces el pueblo murmuró contra Moisés y dijo: ¿Qué hemos de beber? Y Moisés clamó a Jehová, y Jehová le mostró un árbol; y lo echó en las aguas, y las aguas se endulzaron. Allí les dio estatutos y ordenanzas, y allí los probó". Exodo 15:23-25
Después de haber caminado durante tres días y cuando las provisiones de agua casi se habían agotado, los israelitas contemplaron con alegría un oasis hermoso enclavado en la soledad calcinante del desierto. La vista era maravillosa: mucha agua fresca y generosos árboles que ofrecían su sombra a los cansados viajeros. Algunos corrieron para ser los primeros en refrescarse y fueron los primeros en chasquearse. Las aguas eran buenas sólo en apariencia, estaban amargas. No podía haber una situación más desoladora: cientos de miles de personas sedientas en el ardiente desierto contemplaban agua que era incapaz de saciar su sed. Allí empezó a surgir una ola gigante de descontento contra Moisés. Gran parte del pueblo, olvidándose de la columna de fuego y el victorioso paso por el Mar Rojo, dudaron que sea Dios quien los estaba guiando.
¡Cuán fácilmente sucumbimos frente al desaliento! ¡Cuánta paciencia y misericordia habitan en el eterno corazón del Altísimo! No habían pasado muchos días del milagroso paso a través del Mar Rojo cuando otra vez Israel estaba dudando de la dirección divina. Dios permite que pasemos por la experiencia solitaria del desierto y lleguemos hasta las aguas amargas para cumplir su propósito en nuestra vida: prepararnos para ser ciudadanos de la tierra prometida celestial. Cada detalle de nuestro itinerario de peregrinación en esta vida está diseñado para el perfeccionamiento de nuestro carácter. Dios estaba guiando a Israel por el desierto, en su programa divino figuraba el pasar por este lugar de aguas amargas. Recuerda siempre que hay un propósito divino detrás de todo momento de amargura y que toda prueba contiene una enseñanza.
La primera lección que encontramos en el texto de hoy se podría resumir en la siguiente declaración: "No es el propósito de Dios que bebamos del agua amarga, sino que reconozcamos su poder para tornar dulce lo amargo". Cuando tomamos agua fresca y buena, ésta llega a ser parte de nuestro organismo y ayuda decisivamente al mantenimiento de una buena salud. El agua amarga, por el contrario, no sólo tiene mal sabor sino que puede originar graves enfermedades. Evidentemente el agua amarga no es para tomarla. Dios no había conducido a su pueblo hasta ese lugar para que beban de aquella fuente enferma, sino para probar su fe y darles una contundente evidencia de su poder. Si el pueblo hubiese tenido la fe suficiente, ellos no habrían clamado a Moisés "¿Qué hemos de beber?", hicieron eso demostrando patéticamente que su confianza estaba en un ser humano y no en Dios. Un pueblo con fe deposita toda su confianza en la Roca de los siglos, no en la extrema debilidad de un hombre. Es triste enfrentar las aguas amargas de la vida sólo con mi débil fuerza humana, es mejor depender por completo en Aquél que es capaz de tornar la amargura en dulzura y las lágrimas en cantos de agradecimiento y alegría.
Otra lección que Israel necesitaba aprender es que las aguas amargas de la vida no deben amargar el corazón. Cada día podemos lidiar con circunstancias amargas, pero nada ni nadie puede amargar nuestra vida sin nuestro consentimiento. Esto quiere decir que no podemos echarle la culpa a otros de la amargura que hay en nuestra vida, pues somos nosotros mismos los que hemos dejado que la amargura tome cuenta de nuestro corazón. No podemos evitar pasar por situaciones de amargura, pero podemos evitar que la amargura se nos instale en el alma.
Finalmente, este texto también nos enseña que así como el poder divino transforma el agua amarga en dulce, puede transformar un espíritu amargado en un corazón dulce. No es necesario sufrir toda la vida las consecuencias de una vida amargada, porque Dios está dispuesto a cambiar nuestra amargura en dulzura. Estuve conversando con una pareja de novios que en breve contraerían matrimonio. Ellos estaban teniendo algunas dificultades con los preparativos para la ceremonia, hasta se deslizó la posibilidad de postergarla. La joven novia decía "siempre han pasado estas cosas conmigo". Ella pensaba que había un complot en su contra y empezó a relatar varias experiencias amargas del pasado que todavía herían su corazón. Me sentí impactado, ella era una linda y entusiasta joven en la iglesia, sin embargo había dentro de ella una lacerante amargura de espíritu. Le hice ver que no podría ser feliz con tanto rencor en su vida. Ella decía que para ella era imposible olvidar todo el daño que le hicieron. Le dije "Jesús puede sanar la tristeza de tu alma". Ella me miró y guardó silencio. "Sólo tú -le dije- puedes hacer la elección: vivir en amargura o ser sanada por Jesús".
Después de haber caminado durante tres días y cuando las provisiones de agua casi se habían agotado, los israelitas contemplaron con alegría un oasis hermoso enclavado en la soledad calcinante del desierto. La vista era maravillosa: mucha agua fresca y generosos árboles que ofrecían su sombra a los cansados viajeros. Algunos corrieron para ser los primeros en refrescarse y fueron los primeros en chasquearse. Las aguas eran buenas sólo en apariencia, estaban amargas. No podía haber una situación más desoladora: cientos de miles de personas sedientas en el ardiente desierto contemplaban agua que era incapaz de saciar su sed. Allí empezó a surgir una ola gigante de descontento contra Moisés. Gran parte del pueblo, olvidándose de la columna de fuego y el victorioso paso por el Mar Rojo, dudaron que sea Dios quien los estaba guiando.
¡Cuán fácilmente sucumbimos frente al desaliento! ¡Cuánta paciencia y misericordia habitan en el eterno corazón del Altísimo! No habían pasado muchos días del milagroso paso a través del Mar Rojo cuando otra vez Israel estaba dudando de la dirección divina. Dios permite que pasemos por la experiencia solitaria del desierto y lleguemos hasta las aguas amargas para cumplir su propósito en nuestra vida: prepararnos para ser ciudadanos de la tierra prometida celestial. Cada detalle de nuestro itinerario de peregrinación en esta vida está diseñado para el perfeccionamiento de nuestro carácter. Dios estaba guiando a Israel por el desierto, en su programa divino figuraba el pasar por este lugar de aguas amargas. Recuerda siempre que hay un propósito divino detrás de todo momento de amargura y que toda prueba contiene una enseñanza.
La primera lección que encontramos en el texto de hoy se podría resumir en la siguiente declaración: "No es el propósito de Dios que bebamos del agua amarga, sino que reconozcamos su poder para tornar dulce lo amargo". Cuando tomamos agua fresca y buena, ésta llega a ser parte de nuestro organismo y ayuda decisivamente al mantenimiento de una buena salud. El agua amarga, por el contrario, no sólo tiene mal sabor sino que puede originar graves enfermedades. Evidentemente el agua amarga no es para tomarla. Dios no había conducido a su pueblo hasta ese lugar para que beban de aquella fuente enferma, sino para probar su fe y darles una contundente evidencia de su poder. Si el pueblo hubiese tenido la fe suficiente, ellos no habrían clamado a Moisés "¿Qué hemos de beber?", hicieron eso demostrando patéticamente que su confianza estaba en un ser humano y no en Dios. Un pueblo con fe deposita toda su confianza en la Roca de los siglos, no en la extrema debilidad de un hombre. Es triste enfrentar las aguas amargas de la vida sólo con mi débil fuerza humana, es mejor depender por completo en Aquél que es capaz de tornar la amargura en dulzura y las lágrimas en cantos de agradecimiento y alegría.
Otra lección que Israel necesitaba aprender es que las aguas amargas de la vida no deben amargar el corazón. Cada día podemos lidiar con circunstancias amargas, pero nada ni nadie puede amargar nuestra vida sin nuestro consentimiento. Esto quiere decir que no podemos echarle la culpa a otros de la amargura que hay en nuestra vida, pues somos nosotros mismos los que hemos dejado que la amargura tome cuenta de nuestro corazón. No podemos evitar pasar por situaciones de amargura, pero podemos evitar que la amargura se nos instale en el alma.
Finalmente, este texto también nos enseña que así como el poder divino transforma el agua amarga en dulce, puede transformar un espíritu amargado en un corazón dulce. No es necesario sufrir toda la vida las consecuencias de una vida amargada, porque Dios está dispuesto a cambiar nuestra amargura en dulzura. Estuve conversando con una pareja de novios que en breve contraerían matrimonio. Ellos estaban teniendo algunas dificultades con los preparativos para la ceremonia, hasta se deslizó la posibilidad de postergarla. La joven novia decía "siempre han pasado estas cosas conmigo". Ella pensaba que había un complot en su contra y empezó a relatar varias experiencias amargas del pasado que todavía herían su corazón. Me sentí impactado, ella era una linda y entusiasta joven en la iglesia, sin embargo había dentro de ella una lacerante amargura de espíritu. Le hice ver que no podría ser feliz con tanto rencor en su vida. Ella decía que para ella era imposible olvidar todo el daño que le hicieron. Le dije "Jesús puede sanar la tristeza de tu alma". Ella me miró y guardó silencio. "Sólo tú -le dije- puedes hacer la elección: vivir en amargura o ser sanada por Jesús".
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