"Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron, y se pusieron de lejos. Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos". Exodo 20: 18, 19.
Israel había presenciado poderosas evidencias de la protección divina desde su apoteósica salida de Egipto. Aunque el camino era arduo, fatigoso y, con frecuencia, desalentador; el pueblo de Israel estaba recibiendo lecciones maravillosas de total dependencia de Dios. En el valle fértil del Nilo nunca les faltó qué comer pues ganaban el alimento con el sudor de su esclavitud. Ahora en el desierto, no había nada que pudiesen hacer por sí mismos para alimentarse. Su propia supervivencia en tan adversas condiciones era una prueba mayúscula de la tierna protección divina. Pero nuestro corazón es traicionero y olvida con extraordinaria facilidad las bendiciones que recibimos de Dios. Las columnas de nube y de fuego que los protegían de la fuerzas destructoras del desierto, se tornaron para ellos eventos tan cotidianos que dejaron de parecerles milagrosos, por eso con facilidad caían en el desánimo y en la murmuración. El pueblo de Dios no había aprendido a caminar por la fe, esa es la razón por la que no estaba preparados para tener un encuentro con Dios y conocerlo en la magnificencia de su poder. Cuando llegaron al monte Sinaí, Moisés les instó a tener una preparación especial porque Dios se manifestaría claramente entre ellos. Durante tres días, todos se prepararon lo mejor que pudieron. Cuando llegó el momento señalado y todo el pueblo se reunió frente al monte, Dios mismo se presentó desde la cumbre de la montaña. Las fuerzas de la naturaleza se desbocaron con la presencia de su Creador y se produjo un extraordinario despliegue de truenos y relámpagos, mientras el creciente y unánime sonido de millares de bocinas era acompañado por una densa humareda que coronaba el monte santo. Moisés estaba acostumbrado a estar en la presencia de Dios y se gozaba con aquella manifestación indiscutible de su poder. Pero el pueblo de Israel, a pesar de las firmes evidencias que cada día recibían de la protección divina, no estaba preparado para encontrarse cara a cara con Dios. Estoy seguro que muchos pensaron que aquello era demasiado, que nunca habían pretendido llegar tan lejos en su relacionamiento con Dios. Buscaron a Moisés y le dijeron palabras como éstas: "Es más de lo que podemos soportar, mejor que Dios te diga todo lo que quiera decirnos, y luego nos das el recado". El pensamiento que estaba en sus corazones puede expresarse así: "Moisés, en realidad nosotros no queríamos llegar a tanto en nuestro relacionamiento con Dios, queremos seguir escuchando tus sermones antes de escuchar por nosotros mismos la palabra de Dios". ¡Que triste escena! Dios buscando a su pueblo, y éste sin encontrarse preparado.
Nuestra experiencia personal puede ser tan parecida a la de los israelitas. Muchos cristianos se encuentran fenomenalmente capacitados para escuchar sermones, asistir a todas las reuniones de la iglesia y participar activamente de los programas celebrados en el templo; pero hacer el compromiso de estar en íntima comunión con Dios les parece demasiado. Esa es la razón por la que hay tantos cristianos debilitados espiritualmente. Además, la falta de intimidad con Dios es el caldo de cultivo para el florecimiento del desánimo, la murmuración y la inconformidad. El remedio para esta situación es disciplinar nuestros hábitos de tal manera que la comunión con Dios sea nuestra máxima prioridad. No pasará mucho tiempo antes que nuestro maravilloso Salvador irrumpirá en la historia de este mundo. Será un día majestuoso, de relámpagos, bocinas y truenos, pero mientras no cultivemos una diaria comunión con él, no estaremos preparados para presenciar con alegría ese acontecimiento. Sólo quienes, como Moisés, estén habituados a la intimidad con Dios, podrán sostenerse en pie aquel glorioso día. Es por eso que no hay espacio para el cristianismo tibio y de etiqueta, es urgente aprender a caminar con Jesús cada día, y cuando esto acontezca, encontraremos la plenitud de la vida cristiana.
Alejandro Magno es recordado como uno de los más grandes estrategas militares de la historia, sus memorables victorias llenaron de admiración y temor al mundo entero. En cierta oportunidad llevaron a un displiscente soldado delante de su presencia. Este hombre se había quedado dormido mientras hacía la guardia, y lo llevaron para que Alejandro determine su castigo. El gran macedonio lo miró de pies a cabeza y le preguntó su nombre. Un poco asustado, el soldado contestó "me llamo Alejandro". Sorpredido de encontrar un tocayo en sus filas y sin olvidar la grave falta de aquel soldado, Alejandro le dice: "O cambias de nombre, o cambias de comportamiento", pues no podía tolerar que alguien que llevaba su nombre tenga una conducta tan reprochable. De igual manera, muchos están dispuestos a llamarse cristianos, pero no quieren tener un compromiso mayor con Dios, y nadie puede continuar llamándose un genuino cristiano sin encontrarse con Jesús cada día. Debemos dejar nuestra excesiva comodidad y alejarnos de la superficie rutinaria de la vida espiritual. Nuestra vida será una emocionante aventura cuando empecemos a explorar con osadía las honduras de la íntima comunión con Dios. El quiere manifestarse en nuestra vida con toda la plenitud de su poder, pero no lo puede hacer mientras continúe nuestra indolencia para con los asuntos espirituales. El llamado que Cristo nos hace es para dejar de vivir en la comodidad de la superficie espiritual y nos atrevamos a bucear juntos por las honduras de su oceáno infinito. Entonces, un día cualquiera, cuando menos lo esperemos; contemplaremos, mudos y absortos, la mayor manifestación de su poder en ocasión de su segunda venida, y lo más hermoso será que no tendremos miedo sino que esperaremos confiados en su salvación.
Israel había presenciado poderosas evidencias de la protección divina desde su apoteósica salida de Egipto. Aunque el camino era arduo, fatigoso y, con frecuencia, desalentador; el pueblo de Israel estaba recibiendo lecciones maravillosas de total dependencia de Dios. En el valle fértil del Nilo nunca les faltó qué comer pues ganaban el alimento con el sudor de su esclavitud. Ahora en el desierto, no había nada que pudiesen hacer por sí mismos para alimentarse. Su propia supervivencia en tan adversas condiciones era una prueba mayúscula de la tierna protección divina. Pero nuestro corazón es traicionero y olvida con extraordinaria facilidad las bendiciones que recibimos de Dios. Las columnas de nube y de fuego que los protegían de la fuerzas destructoras del desierto, se tornaron para ellos eventos tan cotidianos que dejaron de parecerles milagrosos, por eso con facilidad caían en el desánimo y en la murmuración. El pueblo de Dios no había aprendido a caminar por la fe, esa es la razón por la que no estaba preparados para tener un encuentro con Dios y conocerlo en la magnificencia de su poder. Cuando llegaron al monte Sinaí, Moisés les instó a tener una preparación especial porque Dios se manifestaría claramente entre ellos. Durante tres días, todos se prepararon lo mejor que pudieron. Cuando llegó el momento señalado y todo el pueblo se reunió frente al monte, Dios mismo se presentó desde la cumbre de la montaña. Las fuerzas de la naturaleza se desbocaron con la presencia de su Creador y se produjo un extraordinario despliegue de truenos y relámpagos, mientras el creciente y unánime sonido de millares de bocinas era acompañado por una densa humareda que coronaba el monte santo. Moisés estaba acostumbrado a estar en la presencia de Dios y se gozaba con aquella manifestación indiscutible de su poder. Pero el pueblo de Israel, a pesar de las firmes evidencias que cada día recibían de la protección divina, no estaba preparado para encontrarse cara a cara con Dios. Estoy seguro que muchos pensaron que aquello era demasiado, que nunca habían pretendido llegar tan lejos en su relacionamiento con Dios. Buscaron a Moisés y le dijeron palabras como éstas: "Es más de lo que podemos soportar, mejor que Dios te diga todo lo que quiera decirnos, y luego nos das el recado". El pensamiento que estaba en sus corazones puede expresarse así: "Moisés, en realidad nosotros no queríamos llegar a tanto en nuestro relacionamiento con Dios, queremos seguir escuchando tus sermones antes de escuchar por nosotros mismos la palabra de Dios". ¡Que triste escena! Dios buscando a su pueblo, y éste sin encontrarse preparado.
Nuestra experiencia personal puede ser tan parecida a la de los israelitas. Muchos cristianos se encuentran fenomenalmente capacitados para escuchar sermones, asistir a todas las reuniones de la iglesia y participar activamente de los programas celebrados en el templo; pero hacer el compromiso de estar en íntima comunión con Dios les parece demasiado. Esa es la razón por la que hay tantos cristianos debilitados espiritualmente. Además, la falta de intimidad con Dios es el caldo de cultivo para el florecimiento del desánimo, la murmuración y la inconformidad. El remedio para esta situación es disciplinar nuestros hábitos de tal manera que la comunión con Dios sea nuestra máxima prioridad. No pasará mucho tiempo antes que nuestro maravilloso Salvador irrumpirá en la historia de este mundo. Será un día majestuoso, de relámpagos, bocinas y truenos, pero mientras no cultivemos una diaria comunión con él, no estaremos preparados para presenciar con alegría ese acontecimiento. Sólo quienes, como Moisés, estén habituados a la intimidad con Dios, podrán sostenerse en pie aquel glorioso día. Es por eso que no hay espacio para el cristianismo tibio y de etiqueta, es urgente aprender a caminar con Jesús cada día, y cuando esto acontezca, encontraremos la plenitud de la vida cristiana.
Alejandro Magno es recordado como uno de los más grandes estrategas militares de la historia, sus memorables victorias llenaron de admiración y temor al mundo entero. En cierta oportunidad llevaron a un displiscente soldado delante de su presencia. Este hombre se había quedado dormido mientras hacía la guardia, y lo llevaron para que Alejandro determine su castigo. El gran macedonio lo miró de pies a cabeza y le preguntó su nombre. Un poco asustado, el soldado contestó "me llamo Alejandro". Sorpredido de encontrar un tocayo en sus filas y sin olvidar la grave falta de aquel soldado, Alejandro le dice: "O cambias de nombre, o cambias de comportamiento", pues no podía tolerar que alguien que llevaba su nombre tenga una conducta tan reprochable. De igual manera, muchos están dispuestos a llamarse cristianos, pero no quieren tener un compromiso mayor con Dios, y nadie puede continuar llamándose un genuino cristiano sin encontrarse con Jesús cada día. Debemos dejar nuestra excesiva comodidad y alejarnos de la superficie rutinaria de la vida espiritual. Nuestra vida será una emocionante aventura cuando empecemos a explorar con osadía las honduras de la íntima comunión con Dios. El quiere manifestarse en nuestra vida con toda la plenitud de su poder, pero no lo puede hacer mientras continúe nuestra indolencia para con los asuntos espirituales. El llamado que Cristo nos hace es para dejar de vivir en la comodidad de la superficie espiritual y nos atrevamos a bucear juntos por las honduras de su oceáno infinito. Entonces, un día cualquiera, cuando menos lo esperemos; contemplaremos, mudos y absortos, la mayor manifestación de su poder en ocasión de su segunda venida, y lo más hermoso será que no tendremos miedo sino que esperaremos confiados en su salvación.
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