"Mas los varones que subieron con él, dijeron: No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que nosotros. Y hablaron mal entre los hijos de Israel, de la tierra que habían reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos." Números 13: 31-33
Seguro ya escuchaste la historia de un vendedor de zapatos que había sido enviado a un lugar donde nadie usaba zapatos, y que al ver que todo el pueblo andaba descalzo se desanimó completamente. Pensó que habían cometido un terrible error al enviarlo a un lugar en donde nadie estaba acostumbrado a usar zapatos. Salió del pueblo sin ofrecer zapatos a nadie, y renunció a la compañía aduciendo que estaba dirijida por incompetentes que no hacían estudios de mercado antes de enviar a un vendedor a un nuevo territorio. La compañia insistió enviando a otro vendedor a la misma ciudad. Al llegar, el nuevo vendedor también se sintió sorprendido porque nadie en el pueblo usaba zapatos. Inmediatamente hizo una llamada telefónica a su empresa, les dijo que le manden todos los zapados que pudiesen, porque aquella ciudad era extraordinariamente promisoria para la venta de zapatos. Este hombre tuvo un gran éxito en el mismo lugar donde otro había pensado que era imposible alcanzarlo. De doce espías enviados para reconocer la tierra de Canaán, diez trajeron un informe negativo. Sólo Caleb y Josué trajeron mensajes de ánimo para Israel. Todo el grupo había contemplado maravillado aquella hermosa tierra que Dios les había prometido, en verdad era una tierra fértil donde fluía leche y miel. Los espías también habían visto de cerca las inexpugnables ciudades fortificadas donde habitaban los cananeos. Sólo que al presentar su informe, diez lo hicieron comparando la fuerza de los cananeos con la del pueblo de Israel, pero Josué y Caleb compararon las fuerzas de los cananeos con la fuerza de Dios. Allí estuvo toda la diferencia.
Las palabras tienen un poder maravilloso y terrible a la vez. Pueden ser usadas para contruir o para destruir, para animar o para desanimar. Examinemos las palabras llenas de incredulidad de estos diez espías y su efecto sobre el corazón de los israelitas. Ellos dijeron "No podremos subir contra aquél pueblo, porque es más fuerte que nosotros". Imagina el efecto devastador que tuvieron esas palabras para Israel. Luego de tantos meses de peregrinación en el desierto y de haber atravesado tantas penurias, ahora que estaban a punto de entrar en la tierra prometida, escuchan las palabras "no podremos vencerlos". Antes de iniciar la batalla ya se habían proclamado derrotados. Estos espías tenían la certeza que todo iba a salir mal. Estaban totalmente convencidos que no tenían ninguna oportunidad. Veían la rusticidad de sus armamentos y los comparaban con las sofisticadas armas del enemigo, y llegaban a la conclusión que esa tierra jámás podría ser conquistada. En medio de tantas evidencias del enorme poder bélico de sus enemigos, no se detuvieron a pensar en que el gran factor desnivelante a favor de Israel era la presencia de Dios. Su análisis pecaba de racionalista, no tenía en cuenta el poder de Dios, sólo se concentraba en la realidad material sin contemplar la realidad espiritual. Ese modo de analizar los desafíos de la vida no es exclusivo de aquellos espías incrédulos, al contrario, es el modo natural en que actúa el ser humano. Cuantas veces ya escuché palabras semejantes a los de los diez espías: "Nunca podré perdonar a los que tanto daño me hicieron", "Nunca podré sobreponerme a la pérdida de mi hijo", "No podré encontrar un trabajo en el que me den el sábado libre", "No podré dejar de fumar", "No podré rehacer mi vida". Debemos caminar por el desierto de la vida con un lema escrito con fuego en nuestros corazones: "Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios".
"Las uvas están verdes", dijo resignada la zorra de la fábula, después de fracasar en el intento de alcanzar un delicioso racimo de uvas; de esa manera, desacreditanto las uvas, se tranquilizaba a sí misma por su incapacidad. Esa misma fue la actitud de los diez espías incrédulos. Intentaron descreditar la tierra prometida, aunque momentos antes habían reconocido que era una maravillosa tierra fértil. Ellos dijeron: "Es buena tierra, sólo que se traga a sus moradores". Ellos no tenían ninguna razón para decir eso, pues no existe una tierra que se trague a sus moradores; pero, luego del mensaje pesimista que habían transmitido, esperaban consolar al pueblo con la idea que, después de todo, la tierra prometida no era tan buena. Hay personas que están dispuestas a desacreditar el sueño de los demás, porque ellos mismos no lo alcanzaron. En estos días estuve conversando con una joven de la iglesia que estaba dispuesta a enfrentar el desafío de estudiar en una universidad adventista. Ella estaba animada para colportar y pagar sus estudios, pero pronto escuchó voces pesimistas que nunca faltan. Le dijeron que era muy difícil vender literatura evangélica, que había muchos sacrificios que hacer y hubo alguien que incluso le dijo que podría perder la oportunidad de casarse con esa idea de ira a estudiar. Como hicieron los diez espías, ellos también estaban tratando de desacreditar el sueño ajeno. Lo mismo sucede con quienes, al no tener perseverancia para mantenerse en comunión con Dios, dicen que la vida cristiana es imposible de ser cumplida. Debemos confiar en las promesas de Dios y no encontrar pretextos para justificar nuestra falta de fe.
Finalmente, los diez espías incrédulos exageraron el poder de los cananeos. Los presentaron como gigantes invencibles, ante los cuales los israelitas parecían langostas. La verdad es que ningún ser humano es tan grande que los demás queden frente a él como langostas. Ellos no estaban expresando las diferencias físicas de los dos pueblos, simplemente estaban exponiendo sus paralizantes sentimientos de inferioridad. Su fe era pequeña y diminuta también era su confianza en Dios. En esas desalentadores circunstancias, el miedo hacía escuchar su vigorosa voz con una irresistible capacidad de persuación. Como en otras mil oportunidades, el desánimo se instaló en el campamento de Israel. Otra vez cundieron el desconsuelo y las lágrimas entre quienes habían sido llamados a poseer victoriosamente la tierra de Canaán. El pueblo de Dios siempre actúa así cuando olvida el modo extraordinario como Dios lo ha cuidado en el pasado. Las voces de Josué y Caleb no fueron escuchadas. Más atrayentes y convincentes les parecían los discursos medrosos e incrédulos. El discurso de estos diez pesimistas era un llamado a la derrota y una glorificación del fracaso. Justo cuando Israel estaba por alcanzar la mayor de sus victorias y conquistar su más grande sueño, se dejó convencer por esta arenga suicida. El triste resultado fue que tuvieron que peregrinar cuarenta años más en el desierto. Estuvieron a punto de alcanzar el objetivo, pero su falta de fe se lo impidió. Excepto Josué y Caleb, toda esa generación murió en el desierto. Fueron sus hijos los que conquistaron, por la fe, aquellas ciudades invencibles y aplastaron a los gigantes que tanto los habían intimidado.
Las palabras tienen un poder maravilloso y terrible a la vez. Pueden ser usadas para contruir o para destruir, para animar o para desanimar. Examinemos las palabras llenas de incredulidad de estos diez espías y su efecto sobre el corazón de los israelitas. Ellos dijeron "No podremos subir contra aquél pueblo, porque es más fuerte que nosotros". Imagina el efecto devastador que tuvieron esas palabras para Israel. Luego de tantos meses de peregrinación en el desierto y de haber atravesado tantas penurias, ahora que estaban a punto de entrar en la tierra prometida, escuchan las palabras "no podremos vencerlos". Antes de iniciar la batalla ya se habían proclamado derrotados. Estos espías tenían la certeza que todo iba a salir mal. Estaban totalmente convencidos que no tenían ninguna oportunidad. Veían la rusticidad de sus armamentos y los comparaban con las sofisticadas armas del enemigo, y llegaban a la conclusión que esa tierra jámás podría ser conquistada. En medio de tantas evidencias del enorme poder bélico de sus enemigos, no se detuvieron a pensar en que el gran factor desnivelante a favor de Israel era la presencia de Dios. Su análisis pecaba de racionalista, no tenía en cuenta el poder de Dios, sólo se concentraba en la realidad material sin contemplar la realidad espiritual. Ese modo de analizar los desafíos de la vida no es exclusivo de aquellos espías incrédulos, al contrario, es el modo natural en que actúa el ser humano. Cuantas veces ya escuché palabras semejantes a los de los diez espías: "Nunca podré perdonar a los que tanto daño me hicieron", "Nunca podré sobreponerme a la pérdida de mi hijo", "No podré encontrar un trabajo en el que me den el sábado libre", "No podré dejar de fumar", "No podré rehacer mi vida". Debemos caminar por el desierto de la vida con un lema escrito con fuego en nuestros corazones: "Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios".
"Las uvas están verdes", dijo resignada la zorra de la fábula, después de fracasar en el intento de alcanzar un delicioso racimo de uvas; de esa manera, desacreditanto las uvas, se tranquilizaba a sí misma por su incapacidad. Esa misma fue la actitud de los diez espías incrédulos. Intentaron descreditar la tierra prometida, aunque momentos antes habían reconocido que era una maravillosa tierra fértil. Ellos dijeron: "Es buena tierra, sólo que se traga a sus moradores". Ellos no tenían ninguna razón para decir eso, pues no existe una tierra que se trague a sus moradores; pero, luego del mensaje pesimista que habían transmitido, esperaban consolar al pueblo con la idea que, después de todo, la tierra prometida no era tan buena. Hay personas que están dispuestas a desacreditar el sueño de los demás, porque ellos mismos no lo alcanzaron. En estos días estuve conversando con una joven de la iglesia que estaba dispuesta a enfrentar el desafío de estudiar en una universidad adventista. Ella estaba animada para colportar y pagar sus estudios, pero pronto escuchó voces pesimistas que nunca faltan. Le dijeron que era muy difícil vender literatura evangélica, que había muchos sacrificios que hacer y hubo alguien que incluso le dijo que podría perder la oportunidad de casarse con esa idea de ira a estudiar. Como hicieron los diez espías, ellos también estaban tratando de desacreditar el sueño ajeno. Lo mismo sucede con quienes, al no tener perseverancia para mantenerse en comunión con Dios, dicen que la vida cristiana es imposible de ser cumplida. Debemos confiar en las promesas de Dios y no encontrar pretextos para justificar nuestra falta de fe.
Finalmente, los diez espías incrédulos exageraron el poder de los cananeos. Los presentaron como gigantes invencibles, ante los cuales los israelitas parecían langostas. La verdad es que ningún ser humano es tan grande que los demás queden frente a él como langostas. Ellos no estaban expresando las diferencias físicas de los dos pueblos, simplemente estaban exponiendo sus paralizantes sentimientos de inferioridad. Su fe era pequeña y diminuta también era su confianza en Dios. En esas desalentadores circunstancias, el miedo hacía escuchar su vigorosa voz con una irresistible capacidad de persuación. Como en otras mil oportunidades, el desánimo se instaló en el campamento de Israel. Otra vez cundieron el desconsuelo y las lágrimas entre quienes habían sido llamados a poseer victoriosamente la tierra de Canaán. El pueblo de Dios siempre actúa así cuando olvida el modo extraordinario como Dios lo ha cuidado en el pasado. Las voces de Josué y Caleb no fueron escuchadas. Más atrayentes y convincentes les parecían los discursos medrosos e incrédulos. El discurso de estos diez pesimistas era un llamado a la derrota y una glorificación del fracaso. Justo cuando Israel estaba por alcanzar la mayor de sus victorias y conquistar su más grande sueño, se dejó convencer por esta arenga suicida. El triste resultado fue que tuvieron que peregrinar cuarenta años más en el desierto. Estuvieron a punto de alcanzar el objetivo, pero su falta de fe se lo impidió. Excepto Josué y Caleb, toda esa generación murió en el desierto. Fueron sus hijos los que conquistaron, por la fe, aquellas ciudades invencibles y aplastaron a los gigantes que tanto los habían intimidado.
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