"Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos."
1 Corintios 10: 11
La sabiduría popular afirma que "nadie aprende por ciencia sino por experiencia". Si bien, es cierto que hay algunas personas que hacen caso a los consejos y aprenden de ellos, también es cierto que muchos sólo aprenden después de haber pasado por alguna desagradable experiencia. Lo triste para aquellos que sólo aprenden de su propia experiencia es que descubren que la experiencia es la peor maestra, porque "primero te toma el examen y después te da la lección". Mi esposa siempre me decía que soy excesivamente confiado, mientras yo pensaba que ella era demasiado desconfiada. La otra vez, mientras visitábamos a los miembros de nuestra iglesia, dejé abierta la ventana del auto, pensando que no pasaría nada, pues estaríamos sólo unos pocos minutos en la casa de una hermana. Inesperadamente, aquella visita duró más de lo previsto y me olvidé de la ventana. Al salir, descubrimos que alguien, tentado por las facilidades que yo le había concedido, se había llevado la cartera de Carmen. Pensé entonces que quizá mi adorable esposita tenía razón y yo necesitaba ser un poco más desconfiado. Ahora cierro la ventana aun cuando sé que estaré fuera del auto unos pocos segundos. La experiencia me enseñó con su acostumbrado método: primero me estrelló contra el piso de la vida, y después me enseñó la lección. Ahora bien, soy partidario de métodos pedagógicos más modernos, pero a la experiencia no le interesa estar actualizada, porque su lema para enseñar siempre será resumido en el adagio medieval: "la letra, con sangre entra". Y ,sin duda, da resultados.
El apóstol Pablo no era partidario de que aprendamos por medio de nuestra propia experiencia. Como toda persona sensata, él pensaba que es mejor aprender de la experiencia de otros. Por eso nos pide que aprendamos de lo que sucedió con el pueblo de Israel, para no caer en las mismas equivocaciones. Si nosotros analizamos el mensaje de Pablo en este capítulo de su primera carta a los corintios, encontraremos que él hace una apropiada comparación entre el antiguo Israel y la iglesia de Cristo, especialmente para la iglesia de los tiempos finales. Él explica que los israelitas fueron bautizados, así como nosotros hemos sido bautizados, que comieron de del mismo manjar espiritual que también nosotros hemos recibido, y que bebieron la misma bebida espiritual que nosotros disfrutamos. Incluso, podemos añadir otra semejanza: Israel marchaba hacia Canaán, nosotros caminamos hacia la tierra prometida celestial. A partir del versículo cinco como que las cosas empiezan a ponerse feas, pero Pablo no escribe apenas para agradarnos, él quiere amonestarnos y hacernos ver un grave peligro. El apóstol nos hace ver que, a pesar que toda esa generación fue bautizada en el mar Rojo, y fue alimentada con el maná, y recibió agua de la roca; la mayoría nunca llegó a la tierra prometida. Para estos israelitas no fue suficiente haber sido bautizados en el mar Rojo, ni haber sido alimentados milagrosamente en el desierto, ni haber saciado su sed en las frescas aguas que brotaban de la roca. Algunas preguntas surgen al escuchar esta explicación de Pablo: ¿Qué es lo que pasó con todos los que no entraron a Canaán? ¿Cuál fue su gran pecado? ¿Por qué Dios permitió que eso sucediese? En realidad, lo que sucedió con los cientos de miles de israelitas que quedaron en el desierto se debió fundamentalmente a dos factores: su falta de confianza en Dios, y el haberse entregado a las concupiscencias de su corazón no convertido.
Ese es el mismo peligro que afrontamos en este tiempo, por eso Pablo nos dice que no repitamos los errores que condujeron al triste desenlace en la vida de la mayor parte de los israelitas que salieron de Egipto. No pensemos que es suficiente con haber sido bautizados, porque el bautismo es apenas el inicio del peregrinaje hacia la patria celestial. Tampoco es suficiente el pertenecer a la iglesia y creer en la misma doctrina. Hay algo que debemos aprender para no quedar en el desierto: confiar cada día en el poder de Dios y ser victorioso contra los deseos concupiscentes de nuestro corazón. Y la única manera de confiar y vencer es a través de la sangre de Jesucristo, por eso sólo serán victoriosos los que cada día lavan sus pecados en la "sangre del Cordero" (Apoc. 22:14).
La sabiduría popular afirma que "nadie aprende por ciencia sino por experiencia". Si bien, es cierto que hay algunas personas que hacen caso a los consejos y aprenden de ellos, también es cierto que muchos sólo aprenden después de haber pasado por alguna desagradable experiencia. Lo triste para aquellos que sólo aprenden de su propia experiencia es que descubren que la experiencia es la peor maestra, porque "primero te toma el examen y después te da la lección". Mi esposa siempre me decía que soy excesivamente confiado, mientras yo pensaba que ella era demasiado desconfiada. La otra vez, mientras visitábamos a los miembros de nuestra iglesia, dejé abierta la ventana del auto, pensando que no pasaría nada, pues estaríamos sólo unos pocos minutos en la casa de una hermana. Inesperadamente, aquella visita duró más de lo previsto y me olvidé de la ventana. Al salir, descubrimos que alguien, tentado por las facilidades que yo le había concedido, se había llevado la cartera de Carmen. Pensé entonces que quizá mi adorable esposita tenía razón y yo necesitaba ser un poco más desconfiado. Ahora cierro la ventana aun cuando sé que estaré fuera del auto unos pocos segundos. La experiencia me enseñó con su acostumbrado método: primero me estrelló contra el piso de la vida, y después me enseñó la lección. Ahora bien, soy partidario de métodos pedagógicos más modernos, pero a la experiencia no le interesa estar actualizada, porque su lema para enseñar siempre será resumido en el adagio medieval: "la letra, con sangre entra". Y ,sin duda, da resultados.
El apóstol Pablo no era partidario de que aprendamos por medio de nuestra propia experiencia. Como toda persona sensata, él pensaba que es mejor aprender de la experiencia de otros. Por eso nos pide que aprendamos de lo que sucedió con el pueblo de Israel, para no caer en las mismas equivocaciones. Si nosotros analizamos el mensaje de Pablo en este capítulo de su primera carta a los corintios, encontraremos que él hace una apropiada comparación entre el antiguo Israel y la iglesia de Cristo, especialmente para la iglesia de los tiempos finales. Él explica que los israelitas fueron bautizados, así como nosotros hemos sido bautizados, que comieron de del mismo manjar espiritual que también nosotros hemos recibido, y que bebieron la misma bebida espiritual que nosotros disfrutamos. Incluso, podemos añadir otra semejanza: Israel marchaba hacia Canaán, nosotros caminamos hacia la tierra prometida celestial. A partir del versículo cinco como que las cosas empiezan a ponerse feas, pero Pablo no escribe apenas para agradarnos, él quiere amonestarnos y hacernos ver un grave peligro. El apóstol nos hace ver que, a pesar que toda esa generación fue bautizada en el mar Rojo, y fue alimentada con el maná, y recibió agua de la roca; la mayoría nunca llegó a la tierra prometida. Para estos israelitas no fue suficiente haber sido bautizados en el mar Rojo, ni haber sido alimentados milagrosamente en el desierto, ni haber saciado su sed en las frescas aguas que brotaban de la roca. Algunas preguntas surgen al escuchar esta explicación de Pablo: ¿Qué es lo que pasó con todos los que no entraron a Canaán? ¿Cuál fue su gran pecado? ¿Por qué Dios permitió que eso sucediese? En realidad, lo que sucedió con los cientos de miles de israelitas que quedaron en el desierto se debió fundamentalmente a dos factores: su falta de confianza en Dios, y el haberse entregado a las concupiscencias de su corazón no convertido.
Ese es el mismo peligro que afrontamos en este tiempo, por eso Pablo nos dice que no repitamos los errores que condujeron al triste desenlace en la vida de la mayor parte de los israelitas que salieron de Egipto. No pensemos que es suficiente con haber sido bautizados, porque el bautismo es apenas el inicio del peregrinaje hacia la patria celestial. Tampoco es suficiente el pertenecer a la iglesia y creer en la misma doctrina. Hay algo que debemos aprender para no quedar en el desierto: confiar cada día en el poder de Dios y ser victorioso contra los deseos concupiscentes de nuestro corazón. Y la única manera de confiar y vencer es a través de la sangre de Jesucristo, por eso sólo serán victoriosos los que cada día lavan sus pecados en la "sangre del Cordero" (Apoc. 22:14).
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