"Y si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre; entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre." Exodo 21:5, 6.
La historia registra, en tristes páginas cargadas de sangre, la época cuando millones de personas eran capturadas en el continente africano para ser vendidas como esclavas. Este infame comercio empezó durante la Edad Media y continuó durante más de cuatrocientos años. Cientos de personas amasaron incalculables fortunas capturando africanos para luego subastarlos al mejor postor, en los concurridos mercados de esclavos. Según Livingstone, a principios del siglo XIX, se capturaban unas trescientas cincuenta mil personas cada año, de las cuales apenas unas setenta mil llegaban a su lugar de destino, y había años en que sólo llegaban unas treinta cinco mil, mientras el resto perecía en el camino. La economía creciente de muchas sociedades occidentales hacía que aumentase la demanda por esclavos, y siempre había personas dispuestas a satisfacerla. Las plantaciones de azúcar, algodón y el café, eran, por lo general del destino final de los esclavos. Había países que hicieron de ese comercio la base de la economía nacional. Frente a la excesiva crueldad de esta estructura social, no debe sorprendernos que, ya en aquellas épocas, se levantaban voces contra la esclavitud. Pero se les consideraba como idealistas utópicos, porque se pensaba que no había manera en que marchase la sociedad sin el aporte que daban los esclavos africanos. La esclavitud era, según el pensamiento corriente de la época, un mal necesario. Hubo también compasivos que pensaban que a los africanos, en lugar de esclavizarlos, había que "cristianizarlos". Un rey, que la historia recuerda como Enrique el navegante, tuvo la idea de evangelizar el continente africano con el aporte de esclavos que, después de ser bautizados, regresasen para predicar el evangelio en sus tribus de origen. El plan funcionó maravillosamente hasta que los supuestos misioneros pisaron tierra africana, pues al entrar en la selva desaparecieron, y nunca más volvieron a dar señales de vida.
Imagina el destino tan terrible que tenía que enfrentar un hombre ante la perspectiva de ser esclavo durante toda su vida. Capturado y luego separado por la fuerza de su familia, sin tener esperanza de volver a abrazar a su esposa y a sus hijos, habiendo soportado las más extremas penurias en un largo viaje a través del océano, teniendo que pasar por la humillación de ser vendidos; y, finalmente, pasar todos los días de su vida en la extenuante rutina de trabajar duro para nunca ver el resultado de su trabajo. Un esclavo tenía todas las obligaciones y no tenía ningún derecho. Además debía siempre postergar sus propios sueños y planes para priorizar los de su amo. Ni siquiera podía elegir su propia esposa sin la autorización de su dueño. Ahora bien, no todos los esclavos la pasaban tan mal, pues había ciertos amos que eran considerados y hasta amables con sus esclavos. Algunos apreciaban mucho las cualidades de sus esclavos, especialmente de aquellos que se distinguian en el servicio. Incluso, algunos esclavos se ganaron tanto la confianza de su amo que llegaron a ser mayordomos que vigilaban la buena marcha de la casa y la hacienda. El servicio altamente valorado de estos esclavos hacía que el amo, muchas veces, los deje en libertad como una muestra de agradecimiento.
Entre los israelitas también existió la esclavitud. Dios la permitió como una costumbre social, pero a través de las leyes dadas a Moisés trató de mitigar sus crueles y devastadores efectos. La Biblia explica que si un hombre tenía un esclavo, éste no podía servirlo por más de seis años. La ley establecía claramente que al séptimo año este hombre saldría libre. No era el propósito de Dios que exista una exclavitud permanente, sino que todo hombre tenía derecho a soñar con su libertad. Había muchas razones que existían en aquel tiempo para que una persona llegue a ser esclava. Por ejemplo, individuos que enfrentaban una pobreza tan terrible que llegaban a la conclusión que venderse como esclavos al menos le aseguraría un plato de comida. Había también quienes por causa de sus deudas no les quedaba otra opción que trabajar gratuitamente para sus acreedores, lo que los transformaba en esclavos. Incluso, cabía la posibilidad, que un criminal pagase sus delitos a través de su propia servidumbre. Pero quizá el mayor motivo para ser esclavo era pertenecer a una nación que había sido derrotada en una guerra, allí los vencidos pasaban a ser esclavos de los vencedores.
Había, en aquél tiempo, muchas razones por las que una persona llegaba a ser esclava, pero el texto de hoy nos muestra que sólo podía haber una razón para querer permanecer como esclavo: el amor. Todo esclavo que veía acercarse el momento de su anhelada libertad tenía motivos para tener alegría y esperanza, menos aquél que había conocido el amor en medio de la esclavitud. Imagina cuántas noches sin dormir pensando en la terrible elección que tendría que hacer: la posibilidad de ser un hombre libre y tener que abandonar a su amada familia, o tener que vivir para siempre como esclavo pero junto a su esposa y a sus hijos. No es raro que muchos preferían volverse esclavos para siempre. Hasta puedo imaginar aquél día emocionante cuando el esposo llegaba a casa y daba la noticia a su esposa que había decidido ser esclavo para siempre. Que por amor a ella y a sus hijos sería un siervo en la casa de su amo en lo que le restase de existencia. Puedo imaginar las lágrimas de esa familia, los hijos y la esposa abrazando al padre y esposo. Esa era una determinación que sólo podía venir del amor. Esa era la máxima prueba del amor. Era el momento más romantico de aquella pareja. Sólo el verdadero amor tiene la fuerza suficiente para tornar esclava a una persona por su propia decisión, y hacerla completamente feliz.
El apóstol Pablo se gozaba en presentarse como "esclavo de Jesucristo". Desde que conoció a Jesús sólo había vivido para servirlo. Deseaba, de todo corazón, agradar a su querido Señor, incluso exclamaba que él ya no vivía más para sí, sino para su amado Jesucristo. El era un esclavo feliz. Tú también puedes serlo entregando por completo tu vida al Salvador Jesucristo. Esa será la mayor demostración que le puedes dar a tu Creador y Redentor.
La historia registra, en tristes páginas cargadas de sangre, la época cuando millones de personas eran capturadas en el continente africano para ser vendidas como esclavas. Este infame comercio empezó durante la Edad Media y continuó durante más de cuatrocientos años. Cientos de personas amasaron incalculables fortunas capturando africanos para luego subastarlos al mejor postor, en los concurridos mercados de esclavos. Según Livingstone, a principios del siglo XIX, se capturaban unas trescientas cincuenta mil personas cada año, de las cuales apenas unas setenta mil llegaban a su lugar de destino, y había años en que sólo llegaban unas treinta cinco mil, mientras el resto perecía en el camino. La economía creciente de muchas sociedades occidentales hacía que aumentase la demanda por esclavos, y siempre había personas dispuestas a satisfacerla. Las plantaciones de azúcar, algodón y el café, eran, por lo general del destino final de los esclavos. Había países que hicieron de ese comercio la base de la economía nacional. Frente a la excesiva crueldad de esta estructura social, no debe sorprendernos que, ya en aquellas épocas, se levantaban voces contra la esclavitud. Pero se les consideraba como idealistas utópicos, porque se pensaba que no había manera en que marchase la sociedad sin el aporte que daban los esclavos africanos. La esclavitud era, según el pensamiento corriente de la época, un mal necesario. Hubo también compasivos que pensaban que a los africanos, en lugar de esclavizarlos, había que "cristianizarlos". Un rey, que la historia recuerda como Enrique el navegante, tuvo la idea de evangelizar el continente africano con el aporte de esclavos que, después de ser bautizados, regresasen para predicar el evangelio en sus tribus de origen. El plan funcionó maravillosamente hasta que los supuestos misioneros pisaron tierra africana, pues al entrar en la selva desaparecieron, y nunca más volvieron a dar señales de vida.
Imagina el destino tan terrible que tenía que enfrentar un hombre ante la perspectiva de ser esclavo durante toda su vida. Capturado y luego separado por la fuerza de su familia, sin tener esperanza de volver a abrazar a su esposa y a sus hijos, habiendo soportado las más extremas penurias en un largo viaje a través del océano, teniendo que pasar por la humillación de ser vendidos; y, finalmente, pasar todos los días de su vida en la extenuante rutina de trabajar duro para nunca ver el resultado de su trabajo. Un esclavo tenía todas las obligaciones y no tenía ningún derecho. Además debía siempre postergar sus propios sueños y planes para priorizar los de su amo. Ni siquiera podía elegir su propia esposa sin la autorización de su dueño. Ahora bien, no todos los esclavos la pasaban tan mal, pues había ciertos amos que eran considerados y hasta amables con sus esclavos. Algunos apreciaban mucho las cualidades de sus esclavos, especialmente de aquellos que se distinguian en el servicio. Incluso, algunos esclavos se ganaron tanto la confianza de su amo que llegaron a ser mayordomos que vigilaban la buena marcha de la casa y la hacienda. El servicio altamente valorado de estos esclavos hacía que el amo, muchas veces, los deje en libertad como una muestra de agradecimiento.
Entre los israelitas también existió la esclavitud. Dios la permitió como una costumbre social, pero a través de las leyes dadas a Moisés trató de mitigar sus crueles y devastadores efectos. La Biblia explica que si un hombre tenía un esclavo, éste no podía servirlo por más de seis años. La ley establecía claramente que al séptimo año este hombre saldría libre. No era el propósito de Dios que exista una exclavitud permanente, sino que todo hombre tenía derecho a soñar con su libertad. Había muchas razones que existían en aquel tiempo para que una persona llegue a ser esclava. Por ejemplo, individuos que enfrentaban una pobreza tan terrible que llegaban a la conclusión que venderse como esclavos al menos le aseguraría un plato de comida. Había también quienes por causa de sus deudas no les quedaba otra opción que trabajar gratuitamente para sus acreedores, lo que los transformaba en esclavos. Incluso, cabía la posibilidad, que un criminal pagase sus delitos a través de su propia servidumbre. Pero quizá el mayor motivo para ser esclavo era pertenecer a una nación que había sido derrotada en una guerra, allí los vencidos pasaban a ser esclavos de los vencedores.
Había, en aquél tiempo, muchas razones por las que una persona llegaba a ser esclava, pero el texto de hoy nos muestra que sólo podía haber una razón para querer permanecer como esclavo: el amor. Todo esclavo que veía acercarse el momento de su anhelada libertad tenía motivos para tener alegría y esperanza, menos aquél que había conocido el amor en medio de la esclavitud. Imagina cuántas noches sin dormir pensando en la terrible elección que tendría que hacer: la posibilidad de ser un hombre libre y tener que abandonar a su amada familia, o tener que vivir para siempre como esclavo pero junto a su esposa y a sus hijos. No es raro que muchos preferían volverse esclavos para siempre. Hasta puedo imaginar aquél día emocionante cuando el esposo llegaba a casa y daba la noticia a su esposa que había decidido ser esclavo para siempre. Que por amor a ella y a sus hijos sería un siervo en la casa de su amo en lo que le restase de existencia. Puedo imaginar las lágrimas de esa familia, los hijos y la esposa abrazando al padre y esposo. Esa era una determinación que sólo podía venir del amor. Esa era la máxima prueba del amor. Era el momento más romantico de aquella pareja. Sólo el verdadero amor tiene la fuerza suficiente para tornar esclava a una persona por su propia decisión, y hacerla completamente feliz.
El apóstol Pablo se gozaba en presentarse como "esclavo de Jesucristo". Desde que conoció a Jesús sólo había vivido para servirlo. Deseaba, de todo corazón, agradar a su querido Señor, incluso exclamaba que él ya no vivía más para sí, sino para su amado Jesucristo. El era un esclavo feliz. Tú también puedes serlo entregando por completo tu vida al Salvador Jesucristo. Esa será la mayor demostración que le puedes dar a tu Creador y Redentor.
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