"No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en litigio inclinándote a los más para hacer agravios." Exodo 23:2
Es impresionante hasta qué punto nuestra vida está condicionada por el gusto de las multitudes. Prácticamente todos los aspectos de nuestra vida han sufrido la influencia de ellas. Por ejemplo, la computadora que tengo al frente mío es resultado del gusto de las multitudes. De no haber existido una gran cantidad de personas interesadas en tener una computadora en su casa, jamás podría haber adquirido una. Lo mismo se puede decir de todos los artefactos que brindan comodidad a nuestras vidas: lavadoras, secadoras, televisión, equipos de sonido, y un largo etcétera. Si no fuera por las multitudes no podríamos vestir la ropa que vestimos, ni disfrutar del calzado que usamos; tampoco podríamos comprar en amplios y elegantes supermercados, y, ni en sueños podríamos realizar viajes aéreos, o conducir nuestro propio automóvil. Un ejemplo típico es el de las videocámaras. Hace algunos decenios, eran tan caras que sólo poderosas estaciones de televisión podían adquirirlas. Ahora, ellas forman parte de nuestra vida cotidiana, hasta los teléfonos celulares vienen con su videocámara. Todo eso es posible sólo por el gusto de las multitudes. Para que podamos disfrutar de los últimos adelantos tecnológicos, que por lo general son muy caros, es necesario que éstos vayan conquistando adeptos hasta capturar una importante porción de consumidores, que permitan su producción a costos accesibles. Luego se entra en el círculo virtuoso donde el menor precio atrae más consumidores; y más consumidores permiten que los precios sean todavía más bajos. Las multitudes son pues, en última instancia, las responsables del progreso de nuestra sociedad, del desarrollo de las instituciones políticas y sociales, del encumbramiento y hundimiento de fortunas, en fin, hasta del nacimiento y sepultamiento de las ideologías. Las multitudes están acostumbradas a dictar nuestros gustos y apreciaciones, y se han transformado en el poderoso juez cuyo veredicto es inapelable.
Aprovechando la impunidad que tenía por mis diez años de edad, recuerdo la impertinencia de haber preguntado a una de las hermanas de mi madre: "Tía ¿por qué usas ese vestido?". Ella me contestó: "Porque es lindo y está a la moda". "¿No te parece que está haciendo demasiado frío para llevar ropa tan corta?" le insistí. Fue entonces que, como exhibiendo cierta sabiduría milenaria y escondida, le escuché decir: "No importa, la moda es la moda". Aquella frase desencadenó una especie de cataclismo en mi interior. Fue como descubrir una de las primeras claves para tratar de entender cómo funcionaba el misterioso mundo de los adultos. Esa frase sin pretenciones: "La moda es la moda", me parece, ahora, la manera más lacónica y descriptiva de expresar la dictadura de las mayorías. "¿Por qué te gusta esa música tan extraña?" pregunta el padre, "porque está de moda" responde el adolescente. "¿Sólo porque está de moda?" insiste el padre. "Es que la moda es la moda" argumenta el hijo, extrañado por la pregunta y con una mirada que parece decir "ya pues viejito actualízate". Imagina estas preguntas y sus respuestas: "Y ¿por qué te pones tatuajes en la piel?", "es que la moda es la moda"; "Oye, ese vestido te queda horrible", "es que la moda es la moda"; "pero ¿por qué no te lavas la cara?", "es que la moda es la moda". Si pues, estoy exagerando un poquito, pero esto sirve para ilustrar cómo las multitudes intervienen en nuestra vida. Lo realmente gracioso es que hasta el pretensión por parecer originales está determinado por el gusto de las multitudes.
El terrible problema se agudiza cuando las multitudes quieren entrometerse en nuestras convicciones más íntimas. Muchos caen en la tentación de tratar conformar a las multitudes aunque terminen contrariando sus principios más íntimos y verdaderos. Esa es una trampa mortal, porque allí está comprometido nuestro destino eterno. Imaginemos a José siguiendo la opinión de las multitudes, cuando tuvo que elegir entre la cárcel y la esposa de Potifar. Pensemos qué hubiera pasado con Daniel si él habría actuado como la mayoría, cuando pesaba la pena de muerte sobre los que adoraban al Dios verdadero. El mismo Jesús podría haber evitado la cruz si en lugar de nuestra salvación hubiese procurado popularidad. Goethe escribió: "La multitud no envejece ni adquiere sabiduría: siempre permanece en la infancia", y es radicalmente cierto, del mismo modo como no hay seguridad en ser guiados por un niño, no es sabio ser guiados por la multitud. Es mejor dejar que los principios divinos nos guíen en el camino de la vida.
Es impresionante hasta qué punto nuestra vida está condicionada por el gusto de las multitudes. Prácticamente todos los aspectos de nuestra vida han sufrido la influencia de ellas. Por ejemplo, la computadora que tengo al frente mío es resultado del gusto de las multitudes. De no haber existido una gran cantidad de personas interesadas en tener una computadora en su casa, jamás podría haber adquirido una. Lo mismo se puede decir de todos los artefactos que brindan comodidad a nuestras vidas: lavadoras, secadoras, televisión, equipos de sonido, y un largo etcétera. Si no fuera por las multitudes no podríamos vestir la ropa que vestimos, ni disfrutar del calzado que usamos; tampoco podríamos comprar en amplios y elegantes supermercados, y, ni en sueños podríamos realizar viajes aéreos, o conducir nuestro propio automóvil. Un ejemplo típico es el de las videocámaras. Hace algunos decenios, eran tan caras que sólo poderosas estaciones de televisión podían adquirirlas. Ahora, ellas forman parte de nuestra vida cotidiana, hasta los teléfonos celulares vienen con su videocámara. Todo eso es posible sólo por el gusto de las multitudes. Para que podamos disfrutar de los últimos adelantos tecnológicos, que por lo general son muy caros, es necesario que éstos vayan conquistando adeptos hasta capturar una importante porción de consumidores, que permitan su producción a costos accesibles. Luego se entra en el círculo virtuoso donde el menor precio atrae más consumidores; y más consumidores permiten que los precios sean todavía más bajos. Las multitudes son pues, en última instancia, las responsables del progreso de nuestra sociedad, del desarrollo de las instituciones políticas y sociales, del encumbramiento y hundimiento de fortunas, en fin, hasta del nacimiento y sepultamiento de las ideologías. Las multitudes están acostumbradas a dictar nuestros gustos y apreciaciones, y se han transformado en el poderoso juez cuyo veredicto es inapelable.
Aprovechando la impunidad que tenía por mis diez años de edad, recuerdo la impertinencia de haber preguntado a una de las hermanas de mi madre: "Tía ¿por qué usas ese vestido?". Ella me contestó: "Porque es lindo y está a la moda". "¿No te parece que está haciendo demasiado frío para llevar ropa tan corta?" le insistí. Fue entonces que, como exhibiendo cierta sabiduría milenaria y escondida, le escuché decir: "No importa, la moda es la moda". Aquella frase desencadenó una especie de cataclismo en mi interior. Fue como descubrir una de las primeras claves para tratar de entender cómo funcionaba el misterioso mundo de los adultos. Esa frase sin pretenciones: "La moda es la moda", me parece, ahora, la manera más lacónica y descriptiva de expresar la dictadura de las mayorías. "¿Por qué te gusta esa música tan extraña?" pregunta el padre, "porque está de moda" responde el adolescente. "¿Sólo porque está de moda?" insiste el padre. "Es que la moda es la moda" argumenta el hijo, extrañado por la pregunta y con una mirada que parece decir "ya pues viejito actualízate". Imagina estas preguntas y sus respuestas: "Y ¿por qué te pones tatuajes en la piel?", "es que la moda es la moda"; "Oye, ese vestido te queda horrible", "es que la moda es la moda"; "pero ¿por qué no te lavas la cara?", "es que la moda es la moda". Si pues, estoy exagerando un poquito, pero esto sirve para ilustrar cómo las multitudes intervienen en nuestra vida. Lo realmente gracioso es que hasta el pretensión por parecer originales está determinado por el gusto de las multitudes.
El terrible problema se agudiza cuando las multitudes quieren entrometerse en nuestras convicciones más íntimas. Muchos caen en la tentación de tratar conformar a las multitudes aunque terminen contrariando sus principios más íntimos y verdaderos. Esa es una trampa mortal, porque allí está comprometido nuestro destino eterno. Imaginemos a José siguiendo la opinión de las multitudes, cuando tuvo que elegir entre la cárcel y la esposa de Potifar. Pensemos qué hubiera pasado con Daniel si él habría actuado como la mayoría, cuando pesaba la pena de muerte sobre los que adoraban al Dios verdadero. El mismo Jesús podría haber evitado la cruz si en lugar de nuestra salvación hubiese procurado popularidad. Goethe escribió: "La multitud no envejece ni adquiere sabiduría: siempre permanece en la infancia", y es radicalmente cierto, del mismo modo como no hay seguridad en ser guiados por un niño, no es sabio ser guiados por la multitud. Es mejor dejar que los principios divinos nos guíen en el camino de la vida.
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